Por Nicolás Besich.

En 2021, antes del cambio de Gobierno, desde Propuestas del Bicentenario: Rutas para un país en desarrollo planteamos que, si bien en los últimos 20 años el Perú había logrado un crecimiento económico y una reducción de la pobreza como nunca antes en su historia, requería con urgencia que la nueva administración encarara los problemas estructurales que habíamos venido arrastrando por décadas. Destacamos la necesidad de que estableciera la reformas necesarias para construir “un Estado fuerte y moderno al servicio de los ciudadanos; eficiente, eficaz, transparente y que provea bienes y servicios públicos de calidad”. Más aún, como una de las principales limitaciones a enfrentar identificamos la “deficiente gestión pública por limitada idoneidad de los funcionarios públicos, y la carencia de capacidades técnicas en la mayoría de las entidades en los tres niveles de gobierno”.

Hoy, año y medio después, vemos no solo nulas señales de una reforma en esa dirección, sino un Ejecutivo que parece más empecinado en hacer todo lo contrario. Si la alta rotación de funcionarios y el mínimo avance en la implementación de una carrera pública meritocrática eran ya una limitación para tener un Estado al servicio del ciudadano, el Gobierno actual solo ha agudizado el problema.

Los cambios en los ministerios son tan frecuentes que parecen ser parte de la “nueva normalidad”. Una “nueva normalidad” sumamente perjudicial. Por ejemplo, ¿cómo lograr continuidad en las políticas públicas del sector agrícola si, desde autoridades regionales y locales hasta funcionarios de organismos multilaterales y agencias de cooperación internacional, han tenido que reunirse con seis ministros diferentes en menos de dos años? Desde 1985, solo el segundo Gobierno de Alan García llegó a tener seis ministros en esta cartera, pero en un periodo de cinco años, no de 18 meses. Peor aún, en el sector agricultura —como en otros—, a la alta rotación se suma la evidente carencia de capacidades técnicas y políticas de los funcionarios designados.

Estas deficiencias de gestión pública podrían quizás pasar desapercibidas o como no importantes para los ciudadanos, preocupados por problemas como el aumento del precio de la canasta básica familiar o la inseguridad ciudadana. Cuando un domingo a mediodía en una avenida de Jesús María, en una pelea entre barristas matan a balazos a tres personas, nadie recuerda los ya casi incontables cambios en el Ministerio del Interior y en la Dirección de la Policía Nacional. Tampoco lo recuerden quienes padecen inmensas colas para obtener un pasaporte o han perdido viajes como consecuencia de ello. Quizás ni siquiera asocien a Migraciones como organismo técnico especializado adscrito al Ministerio del Interior.

A inicios de los noventa, tras el trauma de la hiperinflación, hubo un consenso nacional sobre lo pernicioso que podía resultar un manejo macroeconómico irresponsable. Hasta el día de hoy el Perú mantiene una admirable estabilidad macroeconómica y a un Banco Central de Reserva independiente y con un nivel de institucionalidad ajeno a la realidad peruana. ¿Qué hace falta para que nos pongamos de acuerdo en que los peruanos no podemos seguir teniendo un Estado de espaldas al ciudadano? ¿Qué más necesitamos para exigir funcionarios mínimamente competentes que pasen del discurso grandilocuente y propio de una campaña electoral que terminó hace ya mucho tiempo, a una estrategia orientada a mejorar el rendimiento de las organizaciones públicas?