Por Milagros Campos. 

El contexto de violencia de las últimas semanas dificulta el debate pendiente sobre la necesaria reforma política. Es evidente que debe anteponerse lo urgente: una salida a la crisis. Sin embargo, como explicó Paolo Sosa en El Comercio, “se buscan soluciones, no salidas”, pues el problema institucional es mayor a la crisis actual. Pacificar al país y lograr un acuerdo político mínimo en términos razonables es la prioridad. Y por ahora este parece empezar en el anticipo de elecciones.

Encontrar una solución a los problemas no depende de las reformas, pero será más difícil sin ellas. Es necesario insistir en el debate público y el diálogo.

¿Qué reformas son posibles si se logra ese acuerdo político mínimo? Podrían tomarse temas que tienen mediano consenso y que han sido parte del debate público, como el restablecimiento de la bicameralidad, la reelección parlamentaria inmediata y de autoridades subnacionales, la responsabilidad del presidente en probados actos de corrupción y otros delitos graves durante su mandato.

Sin embargo, queda pendiente un debate más profundo sobre el diseño de nuestro presidencialismo parlamentarizado y la búsqueda infructuosa de la gobernabilidad. Entre 2001 y 2016, los presidentes sin mayoría lograron concluir su mandato. En ese periodo hubo un ministro (2003) y un gabinete censurado (2015), ninguna negación de confianza ni presidente vacado. Entre 2016 y 2022, el escenario cambió sustancialmente: el Congreso censuró a seis ministros, le denegó la confianza a un ministro (2017) y a dos gabinetes (2017 y 2019), dos presidentes renunciaron y otros dos fueron vacados por permanente incapacidad moral. Pero el análisis no puede ser solo cuantitativo. Vimos la degradación del lenguaje político y el mayor cuestionamiento que se recuerde a ministros de Estado por la falta de idoneidad. Todo ello en un escenario de creciente polarización y fraccionamiento.

Las crisis se canalizaron a través de la Constitución, pero ni el proceso electoral logró evitar que sigan escalando. ¿Cuáles fueron los cambios que agudizaron el conflicto entre Ejecutivo y Congreso desde 2016? Hay temas en el diseño institucional que, si bien no explican la crisis, deben ser materia de una reflexión y reforma.

En una mirada comparada encontramos que la cuestión de confianza y consecuente disolución del Congreso no son formas de control político comunes en los presidencialismos en América Latina. En el caso de Ecuador, la Constitución de 2008 establece que el presidente puede disolver la Asamblea Nacional por arrogarse funciones que no le competan constitucionalmente, previo dictamen favorable de la Corte Constitucional; si obstruye la ejecución del Plan Nacional de Desarrollo, o por grave crisis política y conmoción interna. Esta facultad solo puede ser ejercida una sola vez en los tres primeros años de su mandato. Hasta la instalación de la nueva Asamblea Nacional, los decretos-leyes de urgencia económica que dicte el mandatario deben contar con previo dictamen favorable de la Corte Constitucional. En Uruguay, el presidente puede disolver las Cámaras una vez durante el mandato, ante la censura de uno o más ministros que hubiera sido observada y reconsiderada con mayoría de tres quintos.

En el Perú, se incorporó la facultad de disolver la Cámara de Diputados en la Constitución de 1979. El debate en la Asamblea Constituyente se centró en la necesidad de evitar bloqueo entre los poderes del Estado. La situación cambia sustancialmente cuando se trata de un congreso unicameral. Además, se eliminó la restricción de hacerlo sólo una sola vez durante el mandato. La disolución afecta en ambos casos las funciones que ordinariamente tiene el Congreso: la legislativa y la de control político. Ambas se eliminaron. La posibilidad que el presidente concentre el poder sin control es una amenaza real que pone en riesgo la democracia.

Si tuviéramos que volver a diseñar el sistema de gobierno peruano, este debe ser uno de los temas de la agenda de reformas.