Por Luis Miguel Castilla. 

Los proponentes de la Asamblea Constituyente como salida a la crisis social que atraviesa el Perú parecen no querer reconocer que el problema central detrás de la gran desafección ciudadana es la total incapacidad del Estado de cumplir con sus funciones mínimas.

Esto incluso se ha agudizado desde el 2016 por el modo de confrontación perenne entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, más preocupados por imponerse el uno al otro y dándole la espalda a la atención de los problemas urgentes de la gente.

En un conflicto constante con reglas políticas que no aseguran que cuadros mínimamente calificados ejerzan la función pública y un marco constitucional que incentiva a un juego de suma cero entre actores políticos y que conlleva a una muy frágil gobernabilidad, el interior del país ha estado a la deriva y al margen del progreso. La ausencia del Estado con capacidad de prestación de salud, educación, agua a vastos segmentos – función claramente redistribuidora- más la corrupcion endemica y arraigada en los tres niveles de gobierno y la creciente importancia de actividades ilegales son el caldo de cultivo para que hoy ciudadanos desafectos caigan presos a las promesas de políticos trasnochados que quieren patear el tablero y prometen que la panacea a todos los problemas del país será una nueva Constitución.

Esa promesa es carente de contenido y un planteamiento irresponsable porque no identifica ni qué se resolverá ni cómo. Desde 1993 el Perú logró desarrollar un modelo que genera riqueza basado en las libertades económicas y respeto al estado de derecho que coadyuvo a una transformación real. El problema está en que esa riqueza ha sido pésimamente gestionada, situación que ha producido la legítima sensación que el bienestar no llega a todos por igual.

El drama que tenemos es uno de gestión pública y de un perverso sistema político que impide una representación adecuada y que permita la adopción de políticas públicas efectivas. Estamos dominados por aventureros que privilegian sus intereses y que con promesas populistas han logrado una enorme desafección de la mayoría de peruanos.

Terminar con la violencia social probablemente requiera de nuevos gobernantes pero si no se resuelven los problemas de fondo y los políticos persistan en propugnar recetas anacrónicas y probadamente fallidas será difícil salir de este mal equilibrio. Peor aun si violentistas aprovechan para llevar agua a su molino con un altísimo costo social y humano.

Lee la entrevista de Luis Miguel Castilla en La República.